La primera vez se encontraba embriagado en una taverna. Desolado tomó el tarro que contenía el delicioso bálsamo de olvido. De repente, la puerta se abrió súbitamente acompañada de un viento que congeló su piel. Allí percibió una silueta, cuya mirada sintió a pesar de tratarse sólo de una sombra. Con temor y vergüenza imaginó que era el mismo Dios quien lo observaba.
Otra vez caminaba entre la obscuridad del bosque. Una tormenta cubrió la escaza luz lunar que adornaba el follaje de este paraíso nocturno. Un relámpago iluminó el paisaje por unos instantes. Allí observó rápidamente algo que le pareció el manto de Cristo. Sin embargo, imaginó si el mismo destello de luz habría sido Dios.
Finalmente, algún día subía un monte entre un paisaje nevado. Admiró el cielo y descendió su mirada. Allí encontró unas huellas... "¡son los pasos de Dios!" -exclamó- sin percibir que detrás se encontraba un pastor. Al escuchar estas palabras el pastor ríose a carcajadas: "¡iluso! ¡esos pasos no pertenecen a ser divino alguno sino a un lobo!". No le replicó pues no era él quien debía avergonzarse sino ese pobre hombre ignorante de lo que no fuera lobos u ovejas. La visión de lo natural puede dirigir hasta lo sobrenatural, no obstante, a él lo cegó al no admirarse de los milagros que tenía enfrente.
Estas visiones del hermano León esperanzaron al hermano Francisco. Sin embargo, la angustia le llevó a un pensamiento desesperanzador: tanto hemos buscado a Dios que el mínimo espejismo podría engañar y saciar falsamente nuestro deseo por lo infinito.
Hermano, sentiste el vacío del creyente sin Dios. Hermano, exclamaste invadido por la ansiedad: "¿¡y si Dios no es más que la búsqueda de Dios!?".
Nada más triste y desolador que un mundo ateo frente al fervor del más grande deseo humano por alcanzar a Dios.
ten piedad de mí.
Señor, que en tus ojos vislumbro el Cielo,
ten piedad de mí.
Señor, que sin ti nada soy,
ten piedad de mí.